Mis años en San Bernardino
Carlos
Balladares Castillo
Texto preparado para www.contexturas.org
Si
me preguntan qué me gusta de San Bernardino diría la razón más personalísima de
todas y menos relacionada con un aspecto urbano o colectivo. San Bernardino ha
sido mi comarca en el entrañable lenguaje del Señor de los anillos (1954) de J.R.R. Tolkien. Cual “mediano” (hobbit)
siempre vuelvo la mirada al lugar donde he vivido por más tiempo y desde el
cual comprendo a mi ciudad, mi país y el mundo. Si en verdad pertenecemos a un
lugar en esta Tierra, es a nuestro hogar y a las calles que lo circundan junto
a todo lo que abarca nuestra mirada. Es lo primero que respiramos, escuchamos y
vemos al despertarnos. Son las calles que recorremos todos los días y las
últimas antes de volver al espacio del descanso y la familia. Al preguntarnos
de dónde somos siempre respondemos el país o la ciudad, cuando la realidad es
que somos de ese pequeño rincón del día a día.
Mi
niñez y juventud estuvieron dominadas por el nomadismo de frecuentes mudanzas.
Pero mi primer recuerdo le pertenece a San Bernardino. Y después de habitar
muchas urbanizaciones de Caracas, e incluso de otras ciudades, desde mi
adolescencia me asenté en estas avenidas que bajan y suben con el declive de la
montaña y a los pies de ese gran cerro que es el Ávila.
Al
recorrer la ciudad y tener la oportunidad de admirar toda la extensión del
valle, mi atención siempre se dirige a las torres de Parque Central. Desde los
edificios más altos del país mi vista sube en dirección recta a las faldas del
cerro, bajando desde la avenida Boyacá veo sus casas en medio de un bosque de
árboles.
He
vivido en dos zonas de San Bernardino: en la parte alta que es la que
corresponde a las calles que van de la avenida llamada: Los Próceres hasta la Cota Mil, la cual sería su frontera
norte; y en lo que podemos llamar la parte media: de la avenida Los Próceres a
la Panteón. La zona baja, de la avenida Panteón hasta la avenida Urdaneta y La
Candelaria que es su frontera sur. En pocas palabras: San Bernardino es como un
diamante de béisbol o triángulo invertido desde la Vollmer y las avenidas El
Lago hacia Sarría y La Estrella, y después Anauco. Todas ellas se extienden
hacia el norte hasta la gran autopista que divide la selva húmeda de la montaña
de la ciudad.
Los
tiempos que viví en su parte alta estaba más hacia la zona Este que corresponde
a su frontera con Simón Rodríguez, que es el distribuidor de la Cota Mil que
baja y sube de Norte a Sur y continúa por la Panteón pasando por el Hospital de
Clínicas Caracas. De manera que no tenía esa relación de cercanía con las
comunidades populares o barrios que tenemos al oeste empezando por Cotiza. Allí
predominan las quintas con algunos pocos edificios. Lo más fascinante es que
muchas de estas viviendas aprovechan su suave pendiente para que los patios de
las mismas, balcones o terrazas, puedan disfrutar de la vista de la ciudad.
Todo ello con un clima muy fresco que en la temporada de noviembre a marzo se
hace una verdadera delicia.
El
recuerdo de mis navidades viendo los fuegos artificiales, con este clima
maravilloso y un silencio solo interrumpido por el canto de las aves en el día
y los sapitos en la noche, me hacen afirmar que fueron tiempos felices. Por no
hablar que estos recuerdos, cuando estuve en lo más alto de San Bernardino,
están ligados a una época en el que las mayorías de los venezolanos podían
pagar todo lo que nuestra gastronomía decembrina ofrecía. Muchas veces las
flores silvestres llenaban todo de su fragancia mientras revoloteaban entre
ellas muchas mariposas amarillas que fueron la inspiración del Gabo en algunas
de sus ficciones. La alegría de la prosperidad y la relativa paz de la vida en
un lugar que te hacía sentir casi inmerso en el Ávila, fue perfecta.
Al
mudarme a la parte media los olores, silencios y gentes cambiaron; pero también
los tiempos del país. La basura tiene una mayor presencia en esta parte y más
aún por el deterioro del servicio de manera que las florecitas, y ese aroma a
tierra húmeda de las “alturas”, desaparecieron. Los que cultivan el ruido acá
son legión, con sus permanentes rumbas que pueden darse no solo los fines de
semana sino a cualquier hora; aunque algunos domingos en la mañana y noches
aparece el silencio anhelado. También hay una mayor circulación de vehículos y
gentes que van a la gran red de clínicas, hospitales y comercios. Lo bueno es
que se puede caminar a abastos y panaderías, cuando en la parte alta los más
cercanos están a muchas cuadras de distancia y para llegar a ellos debes
atravesar áreas de una soledad que aterra. De esa manera hay una vida social
modesta que se da en agradables rincones con vistas a nuestra arquitectura patrimonio
de la ciudad, el Ávila y el verde que todavía domina en nuestros espacios.
De
las calles de San Bernardino no se ha logrado borrar la Caracas de la mitad del
siglo XX, de los años cincuenta. Es decir, somos la comarca de la modernidad
urbanística y por ello nuestros edificios, a pesar de su deterioro, siguen
recordándonos la era de esplendor que vivimos. Quizás por ello sea más doloroso
recorrerla detallando cada quinta y edificio emblemático de los primeros pasos
de lo que, se consideró como un “suburbio”. En esas quintas todo es amplitud,
grandeza, e incluso muchas veces lo señorial surge sin tener nada que
envidiarle a la tradición de los palacetes de principios de siglo de El
Paraíso. Pero siempre respondiendo a una nueva tendencia más acorde con ese
país petrolero del gran boom de
crecimiento económico de los cuarenta y cincuenta.
San
Bernardino es la imagen de los buenos tiempos, pero ya todo ello es un
recuerdo. Sin embargo, en medio de los temores que genera la fuerte inseguridad
que padecemos en nuestra parroquia y el deterioro de su patrimonio (con la
proliferación de anexos de todo tipo encima de las hermosas quintas, etc.) sus
vecinos siguen esperando el resurgir de todo lo bueno que tuvimos y tendremos.
Un tiempo diferente en que se valore el pasado y aprendamos a ser solidarios
tanto con los vecinos, la naturaleza y nuestra identidad urbanística.
Es
un anhelo que pasa por la comprensión de las dificultades del presente y por
ello la paciencia con los más necesitados. Con aquellos que no les queda otra
que la modificación de sus espacios para poder sobrellevar los tiempos más
duros del país desde el terrible siglo XIX de las “casas muertas” y las guerras
civiles interminables. Pero esto no significa que vamos a dejar de valorar
nuestro patrimonio y volverlo añicos de manera irresponsable. La pobreza no
tiene porque estar reñida con el mal gusto o lo bello. Creo que la única
respuesta está en la educación, en el conocimiento de las maravillas
arquitectónicas y urbanísticas de nuestras urbanizaciones caraqueñas, y la
unión entre la urbanización y el barrio por medio de la creación de actividades
donde podamos encontrarnos.
Las
iniciativas de turismo ciudadano explicando el valor patrimonial, la unión de
los vecinos más allá de las protestas por los servicios, es decir, protestar
también por la no destrucción de edificios y casas. La Iglesia tiene mucho que
aportar al llevar actividades de culto en que se trasladan los fieles a las
comunidades populares. Los Consejos Comunales con el reparto de las famosas
cajas CLAP, entre otras iniciativas, han sido momentos en que se encuentran
sectores sociales diferentes. No desvaloricemos por motivos religiosos o
ideológicos estas realidades. Son ejemplos de encuentro, el encuentro necesario
para que San Bernardino y cada una de nuestras parroquias, conserven lo bueno
que tienen. Y eso no solo es el vivir en un ambiente digno, sino especialmente
que no desaparezca el patrimonio físico
que es el recuerdo de los tiempos felices en que crecimos como seres
humanos.