jueves, 27 de agosto de 2020

Mis años en San Bernardino (testimonio de profeballa)

 

Mis años en San Bernardino

Carlos Balladares Castillo

 Texto preparado para www.contexturas.org

Si me preguntan qué me gusta de San Bernardino diría la razón más personalísima de todas y menos relacionada con un aspecto urbano o colectivo. San Bernardino ha sido mi comarca en el entrañable lenguaje del Señor de los anillos (1954) de J.R.R. Tolkien. Cual “mediano” (hobbit) siempre vuelvo la mirada al lugar donde he vivido por más tiempo y desde el cual comprendo a mi ciudad, mi país y el mundo. Si en verdad pertenecemos a un lugar en esta Tierra, es a nuestro hogar y a las calles que lo circundan junto a todo lo que abarca nuestra mirada. Es lo primero que respiramos, escuchamos y vemos al despertarnos. Son las calles que recorremos todos los días y las últimas antes de volver al espacio del descanso y la familia. Al preguntarnos de dónde somos siempre respondemos el país o la ciudad, cuando la realidad es que somos de ese pequeño rincón del día a día.

 

Mi niñez y juventud estuvieron dominadas por el nomadismo de frecuentes mudanzas. Pero mi primer recuerdo le pertenece a San Bernardino. Y después de habitar muchas urbanizaciones de Caracas, e incluso de otras ciudades, desde mi adolescencia me asenté en estas avenidas que bajan y suben con el declive de la montaña y a los pies de ese gran cerro que es el Ávila.

 

Al recorrer la ciudad y tener la oportunidad de admirar toda la extensión del valle, mi atención siempre se dirige a las torres de Parque Central. Desde los edificios más altos del país mi vista sube en dirección recta a las faldas del cerro, bajando desde la avenida Boyacá veo sus casas en medio de un bosque de árboles.

 

He vivido en dos zonas de San Bernardino: en la parte alta que es la que corresponde a las calles que van de la avenida llamada: Los Próceres  hasta la Cota Mil, la cual sería su frontera norte; y en lo que podemos llamar la parte media: de la avenida Los Próceres a la Panteón. La zona baja, de la avenida Panteón hasta la avenida Urdaneta y La Candelaria que es su frontera sur. En pocas palabras: San Bernardino es como un diamante de béisbol o triángulo invertido desde la Vollmer y las avenidas El Lago hacia Sarría y La Estrella, y después Anauco. Todas ellas se extienden hacia el norte hasta la gran autopista que divide la selva húmeda de la montaña de la ciudad. 

 

Los tiempos que viví en su parte alta estaba más hacia la zona Este que corresponde a su frontera con Simón Rodríguez, que es el distribuidor de la Cota Mil que baja y sube de Norte a Sur y continúa por la Panteón pasando por el Hospital de Clínicas Caracas. De manera que no tenía esa relación de cercanía con las comunidades populares o barrios que tenemos al oeste empezando por Cotiza. Allí predominan las quintas con algunos pocos edificios. Lo más fascinante es que muchas de estas viviendas aprovechan su suave pendiente para que los patios de las mismas, balcones o terrazas, puedan disfrutar de la vista de la ciudad. Todo ello con un clima muy fresco que en la temporada de noviembre a marzo se hace una verdadera delicia.

 

El recuerdo de mis navidades viendo los fuegos artificiales, con este clima maravilloso y un silencio solo interrumpido por el canto de las aves en el día y los sapitos en la noche, me hacen afirmar que fueron tiempos felices. Por no hablar que estos recuerdos, cuando estuve en lo más alto de San Bernardino, están ligados a una época en el que las mayorías de los venezolanos podían pagar todo lo que nuestra gastronomía decembrina ofrecía. Muchas veces las flores silvestres llenaban todo de su fragancia mientras revoloteaban entre ellas muchas mariposas amarillas que fueron la inspiración del Gabo en algunas de sus ficciones. La alegría de la prosperidad y la relativa paz de la vida en un lugar que te hacía sentir casi inmerso en el Ávila, fue perfecta.

 

Al mudarme a la parte media los olores, silencios y gentes cambiaron; pero también los tiempos del país. La basura tiene una mayor presencia en esta parte y más aún por el deterioro del servicio de manera que las florecitas, y ese aroma a tierra húmeda de las “alturas”, desaparecieron. Los que cultivan el ruido acá son legión, con sus permanentes rumbas que pueden darse no solo los fines de semana sino a cualquier hora; aunque algunos domingos en la mañana y noches aparece el silencio anhelado. También hay una mayor circulación de vehículos y gentes que van a la gran red de clínicas, hospitales y comercios. Lo bueno es que se puede caminar a abastos y panaderías, cuando en la parte alta los más cercanos están a muchas cuadras de distancia y para llegar a ellos debes atravesar áreas de una soledad que aterra. De esa manera hay una vida social modesta que se da en agradables rincones con vistas a nuestra arquitectura patrimonio de la ciudad, el Ávila y el verde que todavía domina en nuestros espacios.

 

De las calles de San Bernardino no se ha logrado borrar la Caracas de la mitad del siglo XX, de los años cincuenta. Es decir, somos la comarca de la modernidad urbanística y por ello nuestros edificios, a pesar de su deterioro, siguen recordándonos la era de esplendor que vivimos. Quizás por ello sea más doloroso recorrerla detallando cada quinta y edificio emblemático de los primeros pasos de lo que, se consideró como un “suburbio”. En esas quintas todo es amplitud, grandeza, e incluso muchas veces lo señorial surge sin tener nada que envidiarle a la tradición de los palacetes de principios de siglo de El Paraíso. Pero siempre respondiendo a una nueva tendencia más acorde con ese país petrolero del gran boom de crecimiento económico de los cuarenta y cincuenta.

 

San Bernardino es la imagen de los buenos tiempos, pero ya todo ello es un recuerdo. Sin embargo, en medio de los temores que genera la fuerte inseguridad que padecemos en nuestra parroquia y el deterioro de su patrimonio (con la proliferación de anexos de todo tipo encima de las hermosas quintas, etc.) sus vecinos siguen esperando el resurgir de todo lo bueno que tuvimos y tendremos. Un tiempo diferente en que se valore el pasado y aprendamos a ser solidarios tanto con los vecinos, la naturaleza y nuestra identidad urbanística.

 

Es un anhelo que pasa por la comprensión de las dificultades del presente y por ello la paciencia con los más necesitados. Con aquellos que no les queda otra que la modificación de sus espacios para poder sobrellevar los tiempos más duros del país desde el terrible siglo XIX de las “casas muertas” y las guerras civiles interminables. Pero esto no significa que vamos a dejar de valorar nuestro patrimonio y volverlo añicos de manera irresponsable. La pobreza no tiene porque estar reñida con el mal gusto o lo bello. Creo que la única respuesta está en la educación, en el conocimiento de las maravillas arquitectónicas y urbanísticas de nuestras urbanizaciones caraqueñas, y la unión entre la urbanización y el barrio por medio de la creación de actividades donde podamos encontrarnos.

 

Las iniciativas de turismo ciudadano explicando el valor patrimonial, la unión de los vecinos más allá de las protestas por los servicios, es decir, protestar también por la no destrucción de edificios y casas. La Iglesia tiene mucho que aportar al llevar actividades de culto en que se trasladan los fieles a las comunidades populares. Los Consejos Comunales con el reparto de las famosas cajas CLAP, entre otras iniciativas, han sido momentos en que se encuentran sectores sociales diferentes. No desvaloricemos por motivos religiosos o ideológicos estas realidades. Son ejemplos de encuentro, el encuentro necesario para que San Bernardino y cada una de nuestras parroquias, conserven lo bueno que tienen. Y eso no solo es el vivir en un ambiente digno, sino especialmente que no desaparezca el patrimonio físico  que es el recuerdo de los tiempos felices en que crecimos como seres humanos.

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